A propósito de la Navidad

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José Antonio Ortega Espinosa | Periodista y escritor

Probablemente este año más que ningún otro en lo que llevamos de década es cuando más necesitados vamos a estar de ese llamado espíritu navideño al que apelamos llegadas estas fechas. Al menos por estos lares. Los de este primer mundo aún afortunado en el que vivimos, donde, a diferencia de otros, hablar de dicho espíritu tiene todavía su sentido y no suena a una burla de mal gusto.

Aunque ni la caridad ni la solidaridad sean la solución para los cinco millones de parados, los miles de desahuciados y el número cada vez mayor de familias que ya vive prácticamente en la pobreza, en estos tiempos que corren son más necesarias que nunca. Y son más necesarias que nunca sobre todo cuando, lamentablemente, quienes en realidad manejan el cotarro no están ni se les espera o dan la callada por respuesta.

Lo triste es que permitamos, como lo estamos permitiendo, que ocurra lo que está ocurriendo delante de nuestras narices. Lo que viene sucediendo desde hace mucho y no nos ha escandalizado hasta ahora porque todos, unos más, otros menos, íbamos tirando inmersos en esa vorágine de exceso de crédito y consumo voraz de la que todos hemos sido responsables y víctimas a un mismo tiempo.

No podemos permitir que haya entre nosotros gente viviendo al borde de la miseria y una casta de privilegiados que goza de una impúdica, indecorosa e insultante opulencia. Hoy me da igual que alguien me acuse, por esto que digo y por lo que voy a decir, de radical y demagogo. Si exigir mayor justicia social es muestra de radicalismo y demagogia, pues, en efecto, lo soy. Soy un radical y un demagogo. Y, es más, me gustaría seguir siéndolo con un mayor grado de implicación que hasta ahora en la causa. No debería haber derecho divino ni humano que tolere este estado de cosas y, sin embargo, desgraciadamente, lo hay, incluso campando a sus anchas.

Los buenos propósitos de cada Navidad no están de más, por supuesto. Pero seamos honestos, no puede haber justicia social sin un poder legítimo que la imparta. La acción solidaria más eficiente no es la que se puede llevar a efecto a través de la limosna y la oración sino desde la política, la política bien entendida y, sobre todo, bien ejercida. Mediante un sistema fiscal e impositivo más equitativo y un reparto más equilibrado y generoso de los recursos con quienes más lo precisan.

No se trata de poner en tela de juicio la legitimidad de la propiedad privada, el premio al esfuerzo y el mérito o la libertad de empresa, aunque haya por ahí más de un talibán ultraliberal que vea en reivindicaciones de ese cariz una amenaza a tales derechos.

Tampoco se trata de auspiciar desde los poderes públicos la caridad de los ricos hacia los pobres. En absoluto. Se trata simple y llanamente de una cuestión de ecuanimidad. Porque todo agraciado por poseer más de lo que los demás poseen lo es, no sólo gracias a su esfuerzo y mérito, sino también, y en muy buena medida, a la sociedad de la que forma parte, cuya organización sienta las bases para que así sea, y a la que, por cierto, se lo debe.

Hay quien dice que los que más tienen son ya los que más pagan en este país. ¡Faltaría más! Aunque yo tengo mis dudas al respecto. Pues me parece a mí que el problema no es que paguen más o menos, el problema es que no pagan lo suficiente. Si lo hicieran, seguro que nos iría a todos mucho mejor, creo.

En cualquier caso, a todos, a los que pagan más, a los que pagan menos y a los que no pagan, felices fiestas.

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