Adiós a la Cultura del Esfuerzo

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Hemos enfocado el esfuerzo hacia el dinero, no hacia la felicidad. Aquel mantra que nuestros padres nos inculcaron desde la infancia fundado en el sacrificio, en la cultura del esfuerzo, como garantía de vida laboral estable y plena ha muerto. La realidad trufada de mediocridad e incertidumbre ha destrozado las expectativas de varias generaciones, las mejor preparadas que ha conocido la historia moderna de España.

En un país en el que el esfuerzo goza de mala salud y se premia el oportunismo, ensalzar los valores del sacrificio y el trabajo, como ya hizo Virgilio en sus Geórgicas hace milenios, resulta una misión imposible, en una sociedad donde la “labor prima virtus” simplemente horroriza. La conducta del esfuerzo, ese arquetipo de conducta que enfatiza el valor y necesidad del sacrificio se ha convertido en una trampa en la que todos hemos caído. Formarse en medicina, derecho, ingeniería o economía ya no garantizan que las cosas van a ser relativamente llevaderas en un mercado laboral definido por el paro crónico, la precarización y una evidente ausencia de oportunidades. La meritocracia no ha podido ganarle la partida a las habilidades trepadoras, los intereses bastardos o el adocenamiento, que son fórmulas de triunfo de una sociedad que venera la zafiedad y la garrulería, que carece de valores y principios.

El fracaso del sistema educativo y las nuevas tecnologías han parido un universo iletrado donde prima la borrachera de éxito y la competitividad, las nuevas “profesiones” que marcan los tiempos y son bien retribuidas; algunas tan extrañas como abrazador profesional, probador de juguetes sexuales, oledor de axilas, empujador profesional en los metros, analista de excrementos, mamporrero, sexador de pollos, inspector de patatas fritas, recolector de gusanos, balanceador de dados, plañidera profesional, influencer, disc-jockey, organizador de bodas, filero profesional, catador de helados, paseador de perros, contador de peces, estibador, protésico dental, creador de viajes de realidad aumentada, mayordomo del bronceado, tatuador, degustador de mariscos, asistente de lanzador de cuchillos, ordeñador de serpientes, niñera de pandas, tanatopractor o reconstructor de himen.

Qué referencia pueden tener los jóvenes cuando muchos de los mejor posicionados se conocen todos los atajos o el único esfuerzo que realizan a diario es sentados en el retrete. En tiempos donde el patriotismo se transmite más rápido que el coronavirus, ondeador de banderas es una profesión de futuro, como lo es también la de conseguidor, lobista, nomenclátor de político, empotrador profesional, matutero, colaborador de telebasura o calientacamas reales. Y si estos nuevos oficios o los trabajos precarios no te sacan de las listas del desempleo, siempre quedará la opción de hacer un curso acelerado de vividor, lameculos, meapilas o palanganero, que tiene buena salida en la política actual y los negocios virtuales, y además sale más barato que cualquier máster.

Hemos vivido una mentira, la cultura del esfuerzo no es lo importante, la meta es la felicidad. Nos esforzamos para servir a un poder cada vez más difuso, donde los ricos y los explotadores están más lejos y ocultos, frente a una masa social más empobrecida y oprimida, más analfabeta y conformista. Los medradores de bálanos, los parásitos cualificados, han descolgado de la pared la orla de la facultad y se limpian el culo con nuestro currículum. Pero no desesperemos, la biosfera de la cultura herida siempre nos servirá para aprender de nuestros errores, para ser pintores de piedras, traductores de lenguas muertas, guardas de islas desiertas o escritores de galletas de la fortuna; la capacidad de asombro y adaptación darwiniana es infinita para los que nacimos en el seno de la llamada “cultura del esfuerzo”.

“ Si la oportunidad no toca, construye una puerta. ”
Milton Berle.

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