Alcalde por vocación

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José Antonio Ortega | Periodista y Escritor

Sin ruborizarse ni cortarse un pelo, de los pocos que le quedan, el señor Jorge Romero, alcalde de Los Barrios, ponía en solfa, hace unas semanas, el funcionamiento de la justicia en una reciente entrevista publicada por cierto diario comarcal.

Con la soberbia que le caracteriza venía a decir el señor Romero que, tras su experiencia como alcalde en los juzgados, había abandonado sus iniciados estudios de Ciencias Jurídicas y matriculado en los de Psicología, a fin de obtener el conocimiento necesario –ironizaba– como para entender –¡ja, ja, ja!– el comportamiento de los jueces. Demostrando –ya ven– una falta de respeto inadmisible en un cargo público hacia quienes encarnan uno de los tres grandes pilares del estado democrático y de derecho de la que, además, parecía incluso jactarse. Y, desde luego, retratándose, una vez más, como el personaje prepotente, arrogante y fanfarrón que ya era antes de ser alcalde y que, elevado a la enésima potencia, continúa siendo desde que se erigió en primera autoridad municipal.

Porque, como resulta evidente nada más que echando un rápido vistazo a su trayectoria personal –que no profesional, dado que no la tiene–, el muy humilde jornalero, desde que cambió la arena de los ruedos taurinos por el entarimado del salón de plenos, se volvió bastante osado. Tanto –quién se lo iba a decir cuando todavía lucía cabello rubio casi peinado a lo Donald Trump– como para incluso atreverse a dar lecciones de jurisprudencia a los magistrados del Supremo. Sí, señores, ese mismo Alto Tribunal que, sin pretenderlo ni proponérselo –¡ironías del destino!–, va a dar al traste en breve con su (¿prometedora?) carrera. No porque le vaya a caer una inhabilitación ni nada que se le asemeje, sino por el soponcio que le va a dar cuando se vea en la tesitura de tener que readmitir, sí o sí, al más de centenar de trabajadores que despidió en febrero de 2012, con una mano delante y otra detrás, así como abonarles los salarios dejados de percibir a lo largo de los últimos cinco años. ¡Echen ustedes cuentas!

Sin cortarse un pelo, también, pero sí con algo de soflama, y no debida a su vergüenza, suele proclamar el señor Jorge Romero cuando se le antoja que él se dedica a la cosa pública por vocación de servir a su pueblo. Y lo hace como para resaltar, sin declararlo expresamente, que eso es lo que le diferencia de sus adversarios políticos, que, por supuesto, se dedican a esta actividad para defender otro tipo de intereses menos nobles. Lo que no es sino una manifiesta expresión más de la demagogia con la que el tipejo se ha movido y se mueve desde que se inició en los misterios de postularse para unas elecciones hasta el día de la fecha. Aunque a estas alturas de la película… ¿quién –incondicionales, convencidos, engañados y pelotas aparte– se sorprende ya de esto?

Está claro que en el ejercicio de la política, y después de experimentar en otros oficios con menos glamour, Jorge Romero habría de encontrar, y finalmente encontró, la horma de su zapato. Porque es la política la que le ha permitido y le permite desarrollar su ya contrastada capacidad para la manipulación y el engaño, dar rienda suelta a su megalomanía, engordar su ego y, sobre todo, disfrutar, igual que un tonto con un chupachup, de las maravillas de las presentaciones en Powerpoint. Aplicación esta que parece que ha recién descubierto y a la que recurre en cada uno de los números que cada vez con mayor frecuencia se monta para soltar sus monsergas como si fueran lecciones magistrales.

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