MONTE DE LA TORRE

Carta enlatada

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Aquel verano, como suelo hacer en los que dispongo de unos días vacacionales, me hallaba con un grupo de amigos pasando aquella luminosa jornada en una playa de Tarifa, concretamente en la bella ensenada de Valdevaqueros. Unos de ellos practicaban surf y yo, en aquel día de un suave viento de poniente, paseaba a la orilla del agua dejando que las delicadas olas besaran mis plantas, gesto que me hacía sentirme importante porque el notar que el piélago se pone a tus pies te engrandeces. En esos instantes me golpeó en mis tobillos un tubo metálico. Lo cogí, comprobando que no pesaba casi nada, así que fácilmente las aguas a flote lo mantenían. Abrí aquella lata y, en su interior muy bien enrollado iba un papel que, al desenvolverlo constaté era una carta, misiva que no podía leer, estaba escrita en lengua árabe.

Mientras observaba el texto uno de mis compañeros, desde las dunas me gritó:

– “! Eh, estoy aquí en la cima de esta montaña de arena. ¡Ven para los pinos vamos a comer va siendo hora de tomar un refrigerio!”

Le manoteé con la mano que tenía desocupada, ya que en la otra llevaba el tubo y la carta. Me encaminé hacia donde estaban. Al aproximarme me dijo uno:

“¿Qué? Traes el plano del tesoro que un pirata ha dejado escondido en alguna isla remota. Pues si crees que te vamos a acompañar estás equivocado, aquí estamos en la gloria. Si quieres aventuras, embárcate tú, yo la única que quiero vivir es la que me puede ofrecer alguna chica bonita que conozca en un chiringuito o pub de Tarifa.”

Nada dije y fui hacia mi mochila a guardar lo encontrado, entonces otro del grupo me gritó:

“! ¡Egoísta, enseña lo que has hallado!”

Mirándoles les contesté:

– “Lo pensaba hacer, pero, dejad que tome aliento y me tumbe al sol.”
Les mostré la carta, pero ninguno sabía ningún vocablo árabe así que no podíamos traducirla. El que era natural de Tarifa, precisamente quien nos enseñaba todos los rincones de esa población, dijo:

– “Yo no me quedo sin saber lo que hay escrito en ese papel, así que esta noche, cuando vayamos a cenar en ese bar en el que solemos hacerlo, cuando allí estemos, le pediré a uno de sus camareros que es amigo mío y natural de Marruecos que, cuando acabe el trabajo nos la lea.”
Guardé el escrito y seguimos disfrutando del día pero, mi pensamiento no se apartaba de la epístola. Deseaba que llegara la noche para ir hasta ese bar. Como todo llega en esta vida, aquellas horas de luz natural se acabaron. Nos fuimos a Tarifa y, como habíamos acordado, nos dirigimos a cenar al restaurante donde trabajaba Alí, el amigo de nuestro compañero. Cuando nos vino a servir unos rebujitos y unas cervezas le comento el tema y este contestó: – “Mirad, hacia las dos de la mañana finalizo mi jornada laboral, y nos buscamos otro bar que esté abierto y os leo esa nota.”

Le respondí: – “Creo que será mejor irnos a la misma playa donde nadie nos moleste y también el mar debe enterarse del contenido del mensaje,”
Quedamos en un punto de la misma cerca de una abandonada conservera. Nosotros llegamos primero y al rato lo hizo Alí. Le noté algo nervioso, pero más se puso cuando le hice entrega de la epístola; le temblaban sus manos y su voz se entrecortaba. No hizo falta que le preguntáramos el motivo de que su alegría se tornara en tristeza. Antes de leer nos lo dijo: – “Amigos, yo también soy emigrante y, al mirar hacia mi tierra me embarga la pena. Llegué a esta Tarifa en una patera, en la que veníamos hacinados una veintena de personas., Tuvimos suerte y las olas se portaron bien y pudimos a la playa llegar y, para mayor satisfacción, muchos encontramos trabajo en este pueblo.”

Dicho esto, empezó la lectura con su acento marroquí diciendo:

– “Estas letras van dirigidas a quien si a tierra no llego, y en sus manos el mensajero del mar las deja, haga el favor de enviarlas a la kabila rifeña donde vivo, ya que si yo no regreso al menos aquella mujer e hijos tengan siempre lo que considero mi última voluntad.

Mi nombre es Abdala, nací en África, ese riquísimo continente que es la más grande mina del mundo y por eso, las potencias colonizadoras siempre han querido explotarla y a sus nativos tienen por porteadores de esos bienes. Ellos, los europeos, convirtieron en desierto de pobreza al suelo más ubérrimo. Mis padres murieron de necesidad en una casa miserable de adobe cuidando un rebañito de cabras que ni siquiera eran suyas. Mis hermanos y yo, cuanto que pudimos nos dispersamos para conseguir un modo de vida. Llegué a tierras de Marruecos, casé con una mujer maravillosa, una porteadora quien cargada con morrales inmensos va a Ceuta diariamente. Tenemos un par de hijos pequeños. Al no ver otra salida que el mar invertí el poco dinero que tenía en pagar a un especulador el billete de este viaje y, una noche embarcamos. Solamente la Luna nos quiso iluminar. No puedo describir lo mal que lo pasé al dejar desamparada a mi familia, pero no quedaba otra que, lanzarse a la aventura o morir en la calamidad. Pido y ruego, si yo no llego con vida para buscar un trabajo y ganar recursos para volver algún día, que quien encuentre esta misiva la remita a la dirección arriba citada para que mi esposa e hijos sepan que, aunque deje la vida en el empeño, les lego la mayor de las riquezas, la que nunca se agota, amor eterno y, cuando miren el mar sepan que ese puede ser puente de salvación o, como en mi caso, tumba. El temporal es tan grande que nos podemos hundir con la carga de todas nuestras ilusiones y esperanzas.

Besos para mis seres queridos y, palabras agradecidas para el que recoja esta nota y, que nunca en la vida se vea arrancado de su tierra y de sus seres queridos por el peor siroco. Siempre vuestro, Abdala“

Cuando acabó de leer estábamos todos, con nuestras gargantas enmudecidas y los ojos empapados en el dolor, pensando en todas las cruces y coronas que habría que poner en el mar.

Cuando recobré el aliento, guardando la carta dije: – “En la próxima vacación iré a ese sitio. Les llevaré la misiva y les daré todo el dinero que pueda. Desde hoy iré ahorrando para esa familia que la considero ya por mi adoptada.”

Mis amigos dijeron: – “Haremos otro tanto”

Nos fuimos a descansar; aquella noche no concilié el sueño. Muy temprano junto con mis compañeros de viaje marchamos a desayunar cerca del puerto. Estando en la terraza de un bar, en una mesa contigua oímos esta conversación entre un par de pescadores: – “Hoy la pesca no ha sido muy buena, pero algo traemos, lo único que siento es que nunca nuestras redes capturan esa lata que Abdala espera.”

No pude evitarlo me dirigí a ellos y les pregunté de quien se trataba me confirmaron lo que yo ya pensaba: – “Abdala es un sin papeles que vive de la buena voluntad de las gentes. Pide limosna para conseguir volver junto a su familia y dice que, cuando venía arrojó en un recipiente una carta para su familia.”

No nos fue difícil encontrar a ese indigente. En la Alameda le vimos y le entregué aquella singular conserva, su carta enlatada. No sabía cómo agradecernos el detalle, pero le dije:

– “Además de esto, desde mañana tienes trabajo, pues el padre de este otro amigo tarifeño te coloca en su almadraba; pero, antes le pediremos que te de unas vacaciones pagadas de una semana para que vayas junto a tu familia. Ven, que te vamos a sacar viaje de ida y vuelta en el próximo hidrofoil.”

Su mirada se encendió en llamas de felicidad. Lo despedimos y al regreso ya vino en compañía de su mujer e hijos. Feliz trabaja en esa fábrica atunera y los veranos, cuando voy paso a saludarle a él y los suyos.

A raíz de aquello mis amigos y yo decidimos fundar una ONG denominada “Mirada Feliz” y, embarcarnos en la solidaria aventura para colaborar en que la barca emigrante no solo encuentre un puerto de acogida, si ya está en plena mar; sino prevenir, evitar que nunca salga del suyo; pero ahí la palabra acción la tienen los diferentes gobiernos de los países del mundo.

Vergüenza deben sentir de ver en el mar social barcos sin rumbo, desarbolados, náufragos de la miseria y muertes y muertes de vidas que solamente buscan lo que en derecho le pertenece un modo de vida…

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