En Brazos de la Enantiosemia

La ironía, que proviene del vocablo griego eiröneía se traduce como disimulo o ignorancia fingida. Es un modo de expresión, una figura estilística o retórica a la que incluso se le ha querido dar forma a través de una simbología. Entre los signos o símbolos tipográficos más famosos está la interrogante invertida, propuesta en 1899 por el poeta francés Marcel Bernhardt, también conocido como Alcanter de Brahm.

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Ahora que la canícula nos hace buscar la sombra más cercana y la compañía erudita de los libros, que curan las heridas de los adentros y alimentan el alma, es tiempo de entregarse a la lectura. En esta época, trenzada de mediocridades y bagatelas, leer y comprender lo leído son actos subversivos que llevan a engendrar espíritus críticos. El lector, que vive mil vidas antes de morir, no es ajeno al lenguaje que dibuja historias, a ese idioma rico y cervantino esculpido con 25.000 frases hechas y modismos, con más de 90.000 voces, de las que solemos emplear una media de 2000 palabras, aunque las nuevas generaciones sólo usen poco más de 240, gracias a este mundo euclídeo y tecnificado que tiende a la uniforme simplificación.

El lenguaje es el alma máter de la comunicación; un ser vivo cuyo cuerpo se deja dibujar por las voces que sienten, piensan y califican. Es el sancta sanctorum que evolucionó de las pinturas prehistóricas y grabados simbólicos en las viejas paredes de las cavernas, y que no puede escapar del mayor tirano, el tiempo. El cambio social, constante y caprichoso, arroja a la hoguera del olvido las más hermosas palabras, arrastra consigo el surgimiento de nuevos vocablos y no tiene escrúpulos a la hora de enterrar aquellas locuciones antaño novedosas. La polisemia del lenguaje, que constituye el combustible del pensamiento, poca a poco enmudece, asesinado por la simplicidad y tozudez actual, que ha apostado por la vulgaridad del aborregamiento social.

Mientras escribo estas reflexiones, del vasar de la fraseología se caen las palabras, presas del olvido y el desuso de un mundo desmemoriado e indolente. Las modas, los valores, la educación, que marcan los tiempos y las generaciones, no respetan las palabras, por más milenaria y enrevesada etimología posean. La actualidad hace que “selfi”, “meme”, “viral” o “escrache” ya formen parte del Diccionario de la Real Academia Española (RAE), mientras otras como “terne”, “alipori”, “albudeca”, “macoca”, “tenguerengue”, “gaznápiro” o “temulento” desaparezcan de nuestras bocas. El vocabulario de las redes sociales, los anglicismos y demás términos foráneos han venido a cambiar los significados de las palabras nativas, a mutilar nuestro milenario lenguaje.

Las palabras nacen, evolucionan y desaparecen al socaire del lenguaje literario, coloquial, inclusivo, recursivo o encriptado, sin que el uso temporal pueda remediarlo. Sólo un privilegiado grupo de palabras permanece inmutable, aferradas a un sarcasmo originado en la antífrasis. Estas palabras, llamadas enantiosemias, autoantónimos o contrónimos, pueden significar una cosa y a la vez la contraria. El uso irónico les dio origen y hace que permanezcan a lo largo del tiempo. Sancionar, nimio, monstruo, lívido, huésped, alquilar, animal, batacazo, casero, nictálope, perla …, nuestro lenguaje se ha rendido a las palabras que tiene dos sentidos opuestos.

Y no podemos sorprendernos, la sorna marca los tiempos modernos, por eso estamos siempre en brazos de la enantiosemia. El lenguaje del político o del banquero, ese que usa el bienqueda y el trilero de la vida, está trufado de palabras que significan una cosa y la contraria a la vez, sin anestesia. La ironía es el pantocrátor de las letras, y gracias a ella muchas palabras han burlado el paso del tiempo. Todavía recuerdo aquellos autores, precursores de los actuales emoticonos – como es el caso del poeta francés Marcel Bernhardt -, que intentaron significar la presencia de la ironía en las palabras, buscando símbolos tipográficos, como su famosa interrogante invertida, que advertían sobre la ambigua enantiosemia.

En este mundo que estamos desmantelando, donde nos siguen dando miedo esas grandes palabras que nos hacen tan infelices, la enantiosemia se ha convertido en la kabbalah que rige nuestro universo consumista y conformista. Sigue escondiendo en su ombligo la inmortalidad de los términos y esa cáustica ironía con la que Sócrates desenmascaró a los sofistas. Las palabras que significan algo y lo contrario al mismo tiempo vienen de la mano del caos que marca una época. La mordacidad de los autoantónimos y las promesas incumplidas han transformado nuestra alma de papel, sobre la que escribe, con renglones torcidos, esa lírica falaz y jocosa del eterno sarcasmo, la misma que bendice nuestra fugaz y anfibológica presencia a diario. Somos todo, nada y lo contrario al mismo tiempo. La enantiosemia es el gallardete del nuevo leguaje social.

“Soy un fue y un será y un es cansado …” – Francisco de Quevedo.

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