La matanza, una tradición muy campogibraltareña

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Alfonso Pecino López | Miembro de la Asociación Palestra

Las frías mañanas de noviembre anuncian la llegada de una de las citas más tradicionales de nuestro calendario, especialmente, en las zonas rurales: es tiempo de matanza.

Aunque no pueden compararse en número e intensidad en nuestros municipios aún siguen celebrándose esas reuniones familiares en las que, por importantes que sean los asistentes, el principal invitado es el cerdo.

No cabe duda de que el siempre insultado e vilipendiado cerdo, puerco, guarro, marrano, cochino, animal de bellotas, gorrino, güíngüin, verraco y algún que otro calificativo más, se tiene ganado a sus fieles e incondicionales adeptos por el lugar que nunca falla: las bocas y los estómagos; colmándolos de genial e insuperable manera, y conservando durante milenios ese secreto de cómo es posible que un personaje tan guarro sea capaz de ofrecernos tales exquisiteces y manjares.

Y se ha dicho bien, durante milenios, ya que aunque el origen del cerdo doméstico se sitúa en China hace unos 7000 años, como es comprensible en nuestra zona no íbamos a esperar a los amigables orientales nos enseñaran a conocerlo y saborearlo. Ya los primeros grupos íberos supieron reconocer en el silvestre jabalí mediterráneo (Sus scrofa mediterraneus) el noble antecesor de nuestro cerdo ibérico. Eso sí, no son desdeñables ciertas aportaciones genéticas, especialmente, las de origen oriental a partir del siglo XVIII, que le aportaron la tan apetitosa grasa a la carne demasiado magra de nuestros ejemplares, lo que, sin duda alguna, agradecemos enormemente.

Así nos encontramos con una raza cochina, la ibérica, esculpida por siglos de cuidadosa selección y mejora, de buena planta, perfil cóncavo, o sea, un hermoso lomo curvado cual suave colina deslizando su horizonte desde la nuca hasta el rabo, los ojillos son pequeños y a veces se esconden bajo una orejas triangulares, que comienzan una cabeza alargada y preparada para hozar en busca de alimento. La hermosa barriga cae con gracia entre sus cuatros patas, cortas pero bien perfiladas, y que son la materia prima de los anhelados jamones ibéricos, y de esos sugerentes andares que ya quisieran para ellas muchas supermodelos de las más afamadas pasarelas de moda.

Y de la raza a los ejemplares. Los lechones de octubre o noviembre del año anterior, primales (ejemplares de 6 a 9 arrobas) ya un año después, se rematan en peso para ponerse en unas 12 o 15 arrobas tras el último cebo. Los más afortunados aprovecharán la montanera en buenos paseos fortalecedores entre octubre y noviembre, comiendo las bellotas de alcornoques, quejigos y encinas, y otros muchos recursos, como sabrosos ajetes, algunas setas, caracoles, lombrices, pastos variados y otros frutos del tiempo de la rica biodiversidad de nuestros montes. Otros se contentarán con piensos y restos vegetales para alcanzar el peso deseado.

Ya con el peso adecuado, llegado San Martín y congregada la familia y algunos vecinos, la temida cita del cerdo con el matarife es inevitable.

Con las claras del día, tras un desayuno tan tempranero como contundente, en el que no falta un remate anisado, se conduce al inocente marrano hasta la zona de operaciones, donde todo lo necesario está preparado: es el momento crucial y no hay lugar a la improvisación.

No sin esfuerzo pero con mucha maña, ya está el puerco sobre la mesa de sacrificios, recia y limpia, ya tiene el matarife su arma afilada en la mano, tajo firme y certero, alguien recoge el canal de sangre en el barreño, ya el desdichado ni gime ni patalea.

Mientras la seña se retira con el barreño revolviendo la sangre hasta que se enfríe para que no se coagule, el cochino descansa inerte sobre la mesa. Ahora toca a los ayudantes coger cuchillos y raspadores para pelar al guarro. Del gran caldero de agua hirviendo van saliendo los cubos de agua para verterla poco a poco sobre el cuerpo del verraco para, así, ir quitándole las duras cerdas que lo cubren, dejarle con la suave, blanca y limpia piel como vino al mundo. El matarife prepara los tendones de las patas traseras para colocarle el camal, que de madera de acebuche, encina u otra madera fuerte, servirá para colgar al cochino de la viga, donde con mucho cuidado y pericia se le quitarán las vísceras, se tomarán unas muestras para que el veterinario certifique la ausencia de problemas y se le quitará la cabeza, quedando ya el animal abierto en canal reposando las carnes y grasas hasta el día siguiente.

Llega ahora el merecido descanso de los que han tenido una esforzada mañana,…, pero no para el trabajo. Toca ahora a las mujeres la labor de la limpieza y preparación de tripas, de las asaduras,…, y de preparar el almuerzo que ya se echa encima.

El almuerzo de matanza, un momento de descanso en la larga jornada, cuando hombres, mujeres, mayores y chiquillería se reúnen alrededor de la larga mesa, entre chanzas, trasiegos, vinos y viandas propias del día. Los más pequeños escuchan las charlas de los hombres que repasan los detalles de la batalla con el cerdo, y recuerdan otras ocasiones en éste o aquellos otros caseríos, y no pierden ocasión para colar alguna que otra fanfarronada o lance que deja boquiabiertos a la chiquillería. Los tragos al vino y el tapeo han dado tiempo a que se vaya poniendo sobre la mesa un buen potaje y otros muchos variados y vistosos acompañamientos, que ahí la competencia de las mujeres, y muy pocos hombres, por aportar receta y presentación va en engrandecimiento del banquete.

Ahora ya todo el mundo está a la gran mesa: abuelos y otros parientes, los padres y madres, la chiquillería en sus diferentes edades, los invitados… todo el mundo cucharetea, pincha, pide pan ­–ainsh, ese pan moreno, ¡¡qué rico!!–, un poco más de garbanzos, el plato de chorizo, un vasito de vino,… ¡Juááán, no le des vino al niño!, le recrimina Amparo a su marido; al quite está su suegra ¡Déjalo, por un día no pasa nada!, con lo que sale ganando Pedrito que le ha sacado un buche del líquido y prohibido elemento a su padre y ya puede vacilar a su primos. Mientras, Jonasito, el hijo del vecino ya metido en los veinte no le quita ojo a Miguelina, la coqueta y hermosa prima de Pedrito venida de Valencia a la cita familiar anual,… y así, entre bocados, chanzas, recuerdos, historietas, miradas, y algún que otro pescozón,…, muestras de cariños y alegrías por los encuentros aplazados hechos realidad, sin duda, son los momentos más intensos, y ya se va dejando atrás el último café de pucherete de candela, las mujeres se preparan para la dura tarea de la tarde.

Toca preparar morcillas y morcones… Aunque hay variadas recetas, la base es la sangre del infortunado, a la que se aporta cierta cantidad de carne, pringue y los condimentos: sal, ajo, laurel, pimienta, clavo, ñora, pimentón, orégano y comino, y algún otro según estime la maestra mondonguera. Con todo ello se hace una masa uniforme, que se irá embutiendo en las tripas limpias: intestino delgado para las morcillas, intestino grueso para los morcones. Atadas con hilo alimentario de algodón, poco a poco se irán introduciendo en el agua hirviendo de un buen y ancho caldero de cobre, para ir cociéndolas al tiempo que se pinchan para que no revienten. Tras media o tres cuartos de hora, según estimación, de cocción se van sacando y poniendo, cual hermoso rosario de cuentas, en un varal de caña, madroño o lo que esté a mano, para colgarlas en altura, lejos de perros y gatos, que tampoco faltan en estos menesteres.

Y va oscureciendo y las fuerzas faltando, es hora de merecido descanso y cena…, que se irá preparando con lo que en el día se ha ido sacando, y donde no suele faltar un buen puchero al que ha caído una gallina que se despistó más de lo debido. He dicho hora de descanso, pero ésta parece que ha pasado pronto, porque ya sale Francisco con las gracias, Teresa y Paula la de Ambrosio se están arrancando con unos cantecillos, ya tamborilean en la mesa, y el abuelete Jaime le enseña a dos chiquillos, Sergio y Carlos, cómo se rasca la botella de anís… ¡¡Ya la hemos liao!!… A ver cuándo termina esto… y cómo… es la noche de la matanza… fiesta, descanso, chascarrillos y picardías, envites, cuentos y leyendas, vinito dulce y anís, arrumacos y desazones, “intentos” y “calabazas”,…, el festejo del encuentro y la celada de un nuevo adiós…

No ha despuntado el sol, pero ya cantan los gallos, ya hay trasiego en la cocina, los más madrugadores vaso de café en mano, tostá de pan moreno en la otra… El segundo día de matanza tiene los deberes claritos.

El veterinario ya dio su bendición al sacrificado… comienza el despiece. Hacha, cuchillos bien afilados y manos diestras hachean, despiezan, limpian y organizan las distintas partes. Así, ya nos encontramos con las patas, los lomos y solomillos, los costillares, el espinazo, la papada, la cabeza de lomo, que suponen las piezas más grandes; junto a otras más concretas y pequeñas, el rabo, la lengua, los sesos, la castañuela, las mollejas y otra casquería, y, por supuesto, los tocinos y los huesos. Sin duda, un amplio y singular muestrario con vocación de exquisiteces.

Toca hoy salar tocinos, costillas troceadas y huesos, con sal gorda y en robustos cajones, preparar la conservación de otras partes,… y comer de lo lindo las carnes del sacrificado.

No siendo nuestra comarca campogibraltareña zona apropiada a la curación de jamones, ni embutidos, por la humedad que nos trae la cercanía al mar, las carnes y asaduras se reparten, fundamentalmente, entre el consumo directo en el día o posteriores, el reparto entre familiares y la conservación en manteca o sal.

Un buen potaje de callos con manitas y garbanzos suele ser el plato estrella del día, acompañados de carne en salsa y en tomate, filetitos de lomo, asadura encebollá, mollejas fritas,…, incluso no faltará alguna diestra cocinera que se atreva con la pata mechá al horno, que se estrena hoy y aún durará por unos días.

Y a la tarde, tras el cafelito y algún mantecado, bizcocho casero o pastelillos los principales de la casa se disponen al reparto entre los participantes e invitados: Filetes de lomo asado, chicharrones de carne o pella, costillas y chuletas de cabeza o palo para comerlas en los días siguientes o conservarlas en el congelador; asaduras, zurrapa de lomo, morcillas, chorizos, todos ellos en manteca, junto a las morcillas y morcones, chorizos y algún salchichón, y lo salado, para ir proveyendo poco a poco.

Y con la carga hecha, los besos, los abrazos, los buenos augurios y parabienes llegan los adioses, los hasta mañana y las despedidas de los más lejanos, con lo que, paradójicamente, ya comienza a contar el calendario para la próxima y deseada cita de la matanza.

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