Las Monedas de La Santina

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Ángel Tomás Herrera | Licenciado en Derecho

Hace unos días asistí atónito a una noticia triste y ruin donde las haya, que nos recuerda hasta donde es capaz de llegar la catadura humana por salirse con la suya. Los medios de comunicación decían que la Guardia Civil y la Policía Local de Cangas de Onis (Asturias) habían pescado in fraganti – nunca mejor dicho – a unos ladrones vestidos de hombres rana en el Pozón del Santuario de la Virgen de Covadonga, con unas 1.200 monedas de euro y 600 de las antiguas pesetas. No se habían caído de un hidroavión al parecer, ni tampoco venían de carnavales, su intención principal era robar las monedas de la Santina.

Actos de ruindad como éste, más que de hurtos nos hablan de traiciones. Y ya sabemos que toda felonía tiene su precio, y si no recuerden las treinta piezas de plata que le dieron a Judas Iscariote por traicionar a Cristo. Hasta ahora no se ha hecho un cálculo total de lo sustraído por estos nuevos “judas”, sólo se sabe que venían bien preparados, hasta con trajes de buceador, para sondear el fondo del sagrado estanque en busca de las monedas que muchos de nosotros lanzamos al visitar aquel Santo Sitio, llenas de deseos y oraciones, delante de los ojos de la Patrona de Asturias, de nuestra Santina, frente a la gruta sagrada y milenaria, junto al león rampante de piedra, al que le sobran cojones.

Que quieren que les diga, nací en aquellas latitudes y siempre he vivido con el desasosiego de elegir entre las nieves y el sur, como canta Sabina. Conozco esas indómitas selvas como las líneas que surcan las palmas de mis manos, por eso noticias como ésta me duelen más si cabe. No hace falta ser creyente para sobrecogerse con la naturaleza desatada de aquellas montañas, bosques y ríos, para sentirse libre como un pájaro ante aquellos cielos recortados por farallones pétreos. Cualquiera que se interne en aquellos tortuosos senderos y espesas veredas, jalonas de torrentes y fuentes, podrá entender porqué la Virgen bendijo aquellos lares con su presencia. Estos dominios del lobo y el urogallo, tocados por los dedos de Dios, sirven de inspiración a los pintores y de meditación al peregrino, inmersos en un encantado paisaje de árboles centenarios y luminiscentes luciérnagas. La mezcla atávica de historia, fe y naturaleza se aúnan en Covadonga, modelada por pintorescos lugares que cambian con las estaciones, aferrándose a la roca y las tradiciones.

He sido en numerosas ocasiones testigo mudo del latrocinio que sufre nuestro patrimonio histórico, de piezas insustituibles y retablos milenarios, perdidos para siempre en manos de desaprensivos y ladrones, que han tenido la santa paciencia de subirse unos cuantos montes para perpetrar sus fechorías en olvidados monasterios y ermitas. En cuantas vetustas iglesias de aldea se han llevado hasta los santos, la campana de la espadaña y las piedras. El hurto premeditado y dominguero no conoce de arte, historia y fe. Sólo hace falta echar un vistazo a la prensa, para ver que se roban sagrarios, imaginería y obras de arte de iglesias, monasterios o santuarios. Ni los tiempos de crisis ni las carencias, justifican tamaño atrevimiento, lo mismo roban el Códice Calixtino que el cepillo de la iglesia de la esquina.

Poco importa que uno crea o no, que muestre fe en lo divino o nade en ese mar del dubitativo agnosticismo, para arrogarse el poder de perturbar estos lugares y mancillar su simbología. Empresas como ésta manchan las ilusiones ajenas, y con el codiciado fulgor dorado de las monedas, saetan el corazón de los fieles. No se que podrán pensar ustedes, pero actos como éstos más que anécdota o noticia, provocan náuseas y asco.

Recuerdo la Fuente de los Siete Caños, con su fría agua, y la pedregosa escalera de la promesa, que con sus 101 húmedos peldaños, llega a los pies de la mi Santina. Musgos y helechos desafían la gravedad, colgados de las calcáreas paredes, mientras las zigzagueantes libélulas iridiscentes acompañan la ascensión a la longa gruta, en cuyo fondo se dibuja la silueta sempiterna de la Señora de las Cumbres. En lugares como este ciertamente “el amor es lo único que crece cuando se reparte”. Cuna de misterios y reposo de nobles reyes, su historia se pierde en la noche de los tiempos. Paseando bajo los espesos bosques de hayas que circundan el Monte Auseva, aún resuenan los silbidos de cimitarras sarracenas y las lluvias de piedras que soportaron las huestes moras de Al Qama en el 722. Ecos de miradas perdidas y legendarias batallas en la que Don Pelayo se proclamo Rey de Asturias y comenzó la famosa Reconquista hispánica. La leyenda cuenta que fue en las cumbres de los montes cercanos, junto a los Lagos, donde el visigodo Pelayo quiso atisbar en el cielo la cruz sagrada, rodeada de las palabras “Hoc signo tuetur pius. Hoc signo vincitur inimicus”: “Con este emblema se defiende al piadoso. Con este emblema se vence al enemigo”. Desde entonces esas palabras orlan la bandera asturiana, junto a la cruz dorada que se guarda en la cámara santa de la Catedral de Oviedo. Dicen las crónicas que esa cruz de oro se forjo sobre la de madera de roble que blandió Pelayo en su batalla, por mandato divino.

Tropelías como la denunciada trascienden lo material para tornarse en ofensa, aunque no podrán quitar la fe al peregrino ni privar del disfrute al naturalista. En las Montañas de Covadonga, en la inmensidad agreste de los Picos de Europa, lo que gobierna el alma siempre es la intensidad de las emociones y las desnudas verdades. La santidad de aquellos territorios de ancestrales cultos animistas y costumbres célticas olvidadas, siguen perviviendo después de siglos, guardando el misterio inconfesable para aquel curioso viajero que guíe sus pasos por sus sinuosas sendas. Los saltos de agua y las prístinas pozas nos devuelven reflejados pálidos recuerdos, acuosos destellos que dibujan Los Ojos Verdes de Bécquer. Por doquier manan los espumosos arroyos, que guarda con celo el Cuélebre junto a las bellas Xanas. Es la Asturias pagana, religiosa, natural y mágica.

Allá hallarán esos lugares en los que abreva el corzo y nuestra esquiva alma corre sin riendas, ese rincón de mi perdida niñez al que siempre vuelvo, a contra corriente, como los salmones, para recordar que sigo vivo, para vivir muriendo, lentamente, como los milenarios tejos, a pesar de las traiciones y las circunstancias, por encima de las equivocaciones y los problemas cotidianos, que nos esclavizan y envilecen, luchando con la añoranza y los espejos, dando siempre la espalda al tiempo.

“He aquí mi secreto, que no puede ser más simple : Sólo con el corazón se puede ver bien; lo esencial es invisible para los ojos.”

“El Principito” – “Le Petit Prince” : Antoine Marie Jean-Baptiste Roger de Saint-Exupéry, escritor y aviador francés ( 1900 – 1944 ).

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