Milana Bonita

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Ángel Tomás Herrera | Licenciado en Derecho y Mediador

En una de las muchas salidas que suelo hacer a nuestras hermosas sierras y bosques, siempre con la cámara al hombro y los ojos bien abiertos, me encontré un guarda particular en una de esas grandes fincas dedicadas a la actividad cinegética del término municipal, cercada de inexpugnables alambradas. Era un hombre sexagenario, de piel curtida por el sol, colmado de toda esa sabiduría e inocencia natural que te ofrece el contacto con los animales y el entorno. Me comentó que se ganaba la vida trabajando para el latifundista de turno, ese que ve el bosque como un negocio en vez de su casa. En mitad del paisaje, recuerdo que me dijo que solían venir muchos empresarios, políticos y cortijeros a “pegar unos tiros” en tiempos de batida o para el rececho del corzo. Que el dueño del terreno era bastante malaje, y que le obligaba a barrer los senderos de hojas secas de quejigos y alcornoques, para que el cazador urbano no hiciese ruido al acercarse y disparar al corzo, aunque eso sí, al menos le permitía quedarse con el cuerpo de la pieza abatida, ya que el “señorito” sólo quería la cabeza como trofeo.

Pensé entonces… Cómo es posible que aún persistan este tipo de relaciones de servilismo y vasallaje en el siglo XXI. Las palabras de aquel hombre siguen retumbando en nuestros campos y sierras desde hace ya muchos años, demasiadas generaciones. Es el eco de la épica de los mataelefantes, de los pescadores de salmones de criadero, de aquellos que bautizaron con su nombre y apellidos tantos pueblos y plazas. Es la historia repetida y funesta de Azarías, con el pantalón por las corvas, la sonrisa babeante, masticando la nada.

Siguen haciendo de las suyas los de la gorra, los que salpicaban de rojo la pared. Ahora pertenecen a las tripas del Estado, se dedican al latrocinio institucionalizado, son profesionales de la política, banqueros, grandes empresarios del IBEX 35, cortijeros por estirpe y dedo; son los paridos por el águila bicéfala, toda esa masa de salvapatrias y manipuladores que oprimen el pueblo. Los tiempos poco han cambiado. España nunca ha dejado de ser un latifundio de unos pocos, ese “mar interior de encinas e injusticias” que murmuraba Saramago en “Levantados del Suelo”. Persisten mutadas en otras personas y necesidades las fatigas e injusticias que pasó el furtivo Juan Lobón de Luis Berenguer en los campos de Benalup, y la amoralidad, socarronería, rudeza, violencia, adulación y servilismo que magistralmente describiese Felipe Trigo en “Jarrapellejos” y Luis Romero en “El Cacique”.

Las viejas estirpes de caciques y terratenientes siguen mandando, sólo hay que fijarse en sus apellidos. Ahora lo hacen desde consejos de administración, bancos, eléctricas, grandes lobbies o gestoras de partidos políticos. Las familias Ochando,  Silvela, Fabra y tantas otras siguen manejando la sartén por el mango. Aquel mapa de España dibujado por Joaquín Moya y publicado en el periódico Gedeón en 1897, que  dividía los caciques por provincias, sigue vigente. Los pudientes continúan marcando el ritmo de este país de pandereta, manipulando los medios de comunicación, como en los tiempos de los curas con pistola.

La crisis socioeconómica y política, la pérdida de valores y derechos, la necesidad, siguen favoreciendo la miseria, el aborregamiento y el caciquismo, el poder discrecional de unos pocos sobre el resto.  No existe mejor expresión ideológica de este mal endémico español que aquella frase inmortal de Miguel Delibes en “Los Santos Inocentes”; aquélla que le espetara el señorito Iván a Paco el Bajo, para que siguiese rastreando las aves abatidas en la cacería con la pierna rota: “Hay que aceptar una jerarquía, unos abajo y otros arriba, es ley de vida”.

Hasta mediados de los años ochenta, en muchos pueblos hablar del amo y del señorito, refiriéndose a los terratenientes, seguía siendo algo habitual. Y tener buen o mal amo, era una locución convencional en una conversación entre jornaleros o gañanes. El caciquismo, degradación del sistema político de la Restauración Española, trufado de injusticias, tiros por la espalda, felonías e hijos putativos sigue persistiendo camuflado en una rancia moralidad democrática de la que siempre ha carecido. El berrido lastimero de la Niña Chica sigue oyéndose en las oscuras noches de la conciencia. Y Paco el Bajo, sigue tronchándose la pierna, una y mil veces, por complacer al  cabronazo del amo, mientras su mujer Régula sirve con resignación, repitiendo a la primera de cambio ese mantra legado por sus ancestros: “A mandar, que para eso estamos”.

España sigue siendo más de lo mismo señores. Como decía Miguel Delibes, “los hombres necesitan siempre de un hazmerreír para eclipsarse a sí mismos la propia ruindad de sus barros”. Los maniqueístas del poder siguen disparando a diario contra la graja de Azarías, aquella Milana Bonita, expresión de libertad del pueblo muerta por capricho. Cada vez son más los que se arrastran como perros en busca de un sueldo precario, mísero, al calor de las migajas de los nuevos amos.

Ya lo dijo Delibes, “las cosas podían haber sucedido de cualquier otra manera y, sin embargo, sucedieron así”. Y así continuamos, moviendo el cimbel, barriendo las hojas muertas, dando pábulo a farsantes y corruptos, arrastrando nuestra dignidad por el barro. Tantas explicaciones innecesarias a tanto pusilánime bellaco, tanta insolidaridad por las calles. Demasiados palanganeros para enjuagar los balanos de excelentes estultos, demasiados mudos, demasiados muertos. En estos tiempos donde la vida es el peor tirano conocido, y como decía Henri Barbusse la verdad sigue siendo revolucionaria, todavía somos muchos los que esperamos la reacción de los oprimidos, la necesaria revolución de los Santos Inocentes.

 “ Señorito, no se ría así, por sus muertos …” ( Azarías ).

Los Santos Inocentes, Miguel Delibes – 1981.

 

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