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¿Por qué soy Andalusista?

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Dice la Real Academia Española de la Lengua que el sufijo -ista tiene dos acepciones, la de la profesión u oficio y la de «partidario de». Así que si alguien se define como andalucista querrá decir que se siente comprometido con Andalucía. No obstante, durante mucho tiempo este vocablo tuvo un sentido más político que social, pues se identificaba con una posición partidaria de índole nacionalista que consideraba, más o menos, al pueblo andaluz como sujeto político con derecho a decidir sobre su propio futuro. Ese sentimiento, nunca mayoritario, fue capitalizado por un partido político, el Partido Andalucista (PA, antes Partido Socialista Andaluz), cuyos vaivenes, abandonando primero el marxismo por la socialdemocracia y luego, el nacionalismo por el regionalismo, lo fueron despojando de base social hasta perder totalmente su capacidad de influencia y condenarlo a la desaparición. Tan grande fue la debacle del P.A. que hasta el término andalucista ha quedado literalmente quemado para muchos años, al menos para mí.

Por eso prefiero usar el término andalusista para definir una de mis más recurrentes constantes personales en el plano cultural e ideológico. ¿Pero qué significa ser andalusista? Al margen de marcar diferenciación con el andalucismo político, ser andalusista es ser mucho más que eso, es ser partidario o partícipe de la cultura andaluza, cuyo ámbito trasciende con mucho las fronteras de la Comunidad Autónoma Andaluza e incluso las del Estado español. En efecto, la realidad cultural de Al Andalus no murió tras la conquista cristiana y la expulsión de musulmanes y moriscos. Aunque pueda sorprender a propios y extraños, la cultura andaluza sigue muy viva, no solo en Andalucía, sino en todo el Magreb e incluso en el Medio Oriente.

Para empezar, porque hay cinco millones de marroquíes que se consideran descendientes de musulmanes ibéricos y moriscos. Muchos de ellos todavía conservan las llaves y los títulos de propiedad de las viviendas de sus antepasados en la Península Ibérica. Otros atesoran los árboles genealógicos familiares que demuestran su ascendencia. Es un grupo humano tan cohesionado que suele casarse entre sí para no perder o diluir la sangre andaluza. Además suele poseer un alto nivel de estudios y una educación esmerada. A veces se les considera altivos, serios e incluso clasistas y culturetas en el mal sentido de la expresión. Amigos marroquíes comentan que ejercer de andaluz en su país es realmente cansado y, a veces, prefieren abdicar de esa responsabilidad. Por contra, he encontrado a personas del país vecino —de muy alta posición— que, a pesar de su cuna, no se consideran marroquíes, sino andaluces o andaluzas, tal es el grado de identificación con lo que significa Al Andalus en sus vidas.

Quienes lo tienen bien fácil son los artesanos, ya que suelen pertenecer a sagas familiares que pasan su oficio de padres a hijos. No es un secreto que buena parte de la artesanía de Marruecos tiene origen andalusí y que sus maestros trabajan técnicas y patrones de forja, de talabartería, de marquetería, carpintería, joyería… que hunden sus raíces cientos de años atrás, en la otra orilla del Estrecho de Gibraltar. De eso presumen a poco que se les tire de la lengua. Como dice un compañero, la memoria de Al Andalus está conservada en formol en el norte de África. Por eso nos sentimos como en casa en Chaouen, en Tetuán, en Fez… y en tantos otros lugares del Magreb.

Como decía anteriormente, tampoco es algo exclusivo de Marruecos, este tipo de situaciones, obviamente en menor medida, se repiten en países como Túnez o Argelia. Se da el caso de que en una veintena de pueblos tunecinos fundados por moriscos se siguió hablando el castellano hasta bien entrado el siglo XVIII y, aún hoy, conservan muchos términos originarios del español en su léxico. Y ello sin olvidar la música, las técnicas y materiales constructivos, la organización agrícola, prendas de ropa, comidas… La más bella metáfora de lo que significa todavía hoy el ser andaluz para muchos habitantes de Túnez, es el reloj del minarete de la mezquita de Testour. Un reloj que gira en sentido contrario al resto de relojes, como manifestación del deseo de que el tiempo vuele hacia atrás, para que algún día llegue el momento en que esos moriscos expulsados de su tierra y sus descendientes, vuelvan de nuevo a casa, a la Andalucía con mayúsculas.

Hace poco oía a un historiador de Fez rebajar las aspiraciones de sus paisanos de ser considerados como herederos biológicos de Al Andalus, pero al hacerlo nos descubrió algo aún más maravilloso. En efecto, reconocía que la población fasí tenía orígenes dispares y que sólo una pequeña parte puede decir inequívocamente que provenía de la Península Ibérica. Sin embargo —afirmaba— sí que tenían algo en común: todos son andaluces por cultura. No se puede decir de manera más bella. Ser andaluz o andaluza es una forma de vivir, quizá un carácter. Por eso el término andaluz, tal como se usa en España, se queda tan corto. No se puede encerrar entre cuatro paredes pequeñas un hecho de calado universal como es el ser andaluz. Esa es la razón por la que prefiero usar el término andalusí, por muy cursi o pedante que pueda parecer de principio. En el Magreb y en Oriente, el vocablo andaluz sí que tiene el sentido amplio al que me refiero aquí, alejados como están de realidades administrativas y de mapas artificiosos de comunidades autónomas.

En lo personal, la epifanía de la esencia de lo andaluz y de los esfuerzos patrioteros para ser borrada del imaginario colectivo, se me reveló en una conversación con un amigo marroquí en la alcazaba de Chaouen. Discutiendo sobre arquitectura, introduje en la charla el concepto de teja árabe señalando a los enormes tejados de la Gran Mezquita que tenía enfrente, a lo que mi interlocutor me respondió, parsimonioso, que los árabes no tenían tejas y que lo que yo señalaba se denominaba, en Marruecos y en toda la región “teja andaluza”. Nunca un detalle tan simple se tornó en algo tan importante, pero seguro que algo parecido a un clic debió sonar en mi cerebro cuando miles de neuronas comenzaron a reconectarse hacia atrás para reinterpretar tantos años de manipulaciones históricas, de mentiras, de omisiones, de mitos convertidos en verdades absolutas y de manipulación política disfrazada de hechos incontestables. Aquello fue como quitarme un velo de los ojos. Apareció ante mí el trazado de un nuevo viaje iniciático que ya había comenzado a recorrer, aún sin saberlo, que rompía una vez más con las sendas marcadas por el pensamiento dominante pero que, afortunadamente ya otros habían recorrido o estaban en proceso de hacerlo, desde Blas Infante a Antonio Manuel, de José Cabral a González Ferrín, de Virginia Luque a Pepe Chamizo, de Carlos Cano a Paco Casero, de Salvador Távora a Domingo Mariscal… y muchas otras que fueron plantando esa semilla que tantos frutos ha dado y tiene que dar en mi viaje.

Hoy sé que ser andalusista es luchar por desenmascarar la sarta de falsedades sobre las que se basa el constructo nacional español. Es reivindicar como propio, sin melancolía, uno de los periodos históricos más brillantes de nuestro pasado como pueblo. Es trabajar por el reconocimiento y la hermandad con la diáspora andalusí y por otorgarle los mismos derechos que a los nativos de naciones latinoamericanas o a las comunidades sefardíes. Es cuidar el legado material andalusí, pero también el patrimonio inmaterial que ha llegado a nuestros días a pesar de la opresión histórica nacionalista españolista. Es trabajar para que no sigan controlando nuestro pasado porque, si no lo hacemos, también controlarán nuestro futuro.

En lo político, no podemos dar la espalda a la existencia de la comunidad autónoma que engloba a buena parte del pueblo andaluz y que aún hoy sufre las consecuencias de siglos de dominación y explotación en parte derivados de estructuras heredadas de los años de la conquista y el colonialismo centralista. Ser andalusista también es considerar a la comunidad autónoma de Andalucía y sus instituciones como una herramienta, un instrumento para trabajar por la emancipación del pueblo andaluz allá donde se encuentre. Es trabajar por la soberanía plena de nuestro país, cuestionando el actual marco territorial del estado, porque sin soberanía no hay transformación real posible y menos del calado necesario en esta tierra para resarcir los errores y afrentas pasadas que aún marcan el presente y el futuro de nuestra tierra y nuestro pueblo.

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