Manuel Ramírez Tocón | Escritor y analista
Los helechos púrpuras y malvas cubrieron la cuneta en una fresca madrugada granadina. La tenue luz de los faros de los camiones no pudieron alumbrar el pequeño lagarto llorando que esperaba, sonámbulo, recoger los plomos con los que dar forma a su nuevo anillo de desposado.
No había luna, no era escena de romances ni reyertas, el único brillo era el de los correajes y la hebilla del entorchado de turno que, con el mismo recorte de mostacho que de humanidad, dio la orden de acabar con el marica.
La última calada del reo la compartió con quien le tembló el pulso ofreciéndole lumbre y no lo hizo al dejar libre la bala de gracia. Había llegado la hora. En la mente del poeta sonó por última vez la voz negra de Harlem, la nana de Sevilla en boca de la Argentinita y el chirriar de las ruedas de la La Barraca en los pedregosos caminos de su Andalucía.
El alba dio luz al último acto de Federico, un acto cargado de duelo, dolor y sangre. Un acto que el hubíera firmado como parte de su amplio repertorio, como hubiese hecho con los ojos verdes de los que se enamoraba en el Café de Chinitas o como hubiese firmado su regreso a la esfervescencia cultural de la residencia de estudiantes madrileña.
Los vehículos volvieron a la guerra y el genio entró en la historia de un país que se desangraba en las cunetas sembrando de estiércol los campos y de plomo los muros de los camposantos.
La sinrazón se llevó a Federico, al poeta y se llevó a muchos mas poetas, a maestros, a músicos, a madres, a hijos y nos dejó un país de huérfanos, de luto, de hambre y de libros escondidos junto a la vela que alumbraba las madrugadas de lágrimas y estrellas.
No hubo epitafio, ni lirios, ni jardineras. Dos dedos negros de pólvora aporrearon la vieja Olivetti con la que se redactó el olvido y la mentira. Mientras tanto, bajo la parra de San Vicente, el viento olía a desgarro y amenazaba con tirar de la vieja mesa los últimos garabatos de colores y un número de teléfono de aquel que un día le dió una palmada en la espalda y hoy firmaba la sentencia.
Las estrellas se apagaron
renegando tu suerte
el sol lloró a su amigo
de horror se tiñio el abrigo
y el cobarde lloró su muerte.
Entre bordados y clarines
nunca fuistes valiente
pentagrama de colores
de quien saltaba entre las flores
amando eternamente.
No llores lagarto
que relucen de Albacete
que no habrá mas reyertas
ni otra Alba muerta
ni yunque ni martinete.
Dicen que la luna vino
a presenciar tu muerte
y el niño la mira y mira
el poeta, así suspira
a la orden de un teniente.
Asesinos de palomas
vengad a vuestro hermano…
“el bien la verdad y la velleza
han de tener en esta época
un fusil entre las manos”.
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