Socialista neoliberal

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José A. Ortega | Periodista y Escritor

Hace unos días alguien a través de las redes sociales me tildaba de “socialista neoliberal” por compartir y dar divulgación a un artículo periodístico en el que se defendían las bondades del CETA, el Tratado de Libre Comercio entre la Unión Europea y Canadá. Pues bien, aunque yo no me tengo por neoliberal, ni me he tenido nunca, si para definirme políticamente –como socialdemócrata– he de elegir entre ser eso o ser socialista al estilo bolivariano, lo tengo superclarísimo. Prefiero el neoliberalismo con vocación social que la mezcla explosiva de comunismo, populismo y nacionalismo. Opto por la dictablanda de los mercados en lugar de por la neodictadura del neoproletariado.

No es mi intención hacer en las líneas que siguen un alegato en favor de los postulados liberales contra los que siempre he sido crítico, pero sí alguna puntualización para rebatir las tesis de quienes, infundadamente, con escaso rigor, tanto desde el punto de vista histórico como desde el punto de vista politológico, demonizan lo que el liberalismo ha supuesto y supone.

No soy neoliberal porque creo en la necesidad de la intervención pública en la economía para corregir fallos, desequilibrios e injusticias, así como para una redistribución lo más ecuánime posible de los recursos y las riquezas, y porque es bastante obvio que para conseguir tales objetivos las leyes de la oferta y la demanda no bastan.

Pero, desde luego, no niego las aportaciones que desde el liberalismo y el neoliberalismo se han efectuado en Europa y en el mundo para el desarrollo y la consolidación de los regímenes democráticos. En particular, la tan hoy denostada democracia representativa, que, no obstante, y mal que les pese a quienes abogan, con más demagogia que argumentación de peso, por un asamblearismo inoperante e impracticable, es la forma de gobierno que se ha mostrado más útil y eficiente para las sociedades modernas, como destaca Giovanni Sartori. (Lo que no significa que en los tiempos que corren, y con la emergencia de formas de gobernanza supraestatales y transnacionales, no se haga necesario la apertura de nuevos cauces de participación local para suplir viejos y nuevos déficits democráticos). Del mismo modo que no se me ocurriría negar las aportaciones que desde los movimientos socialistas y obreros se han realizado en pro de la igualdad y la justicia social.

Tampoco se puede negar lo que la expansión del libre comercio, con sus luces y sus sombras, a lo largo y ancho de la superficie del globo terráqueo, ha significado para el progreso de la Humanidad durante los últimos siglos y, sobre todo, para la universalización creciente del ideal democrático. Que hay mucho que cambiar y mejorar es indudable. Nadie o casi nadie lo discute. Aunque como no se cambia y mejora nada es volviendo a posturas trasnochadas, como el proteccionismo, los cierres de fronteras, las proclamas soberanistas y las apelaciones al patriotismo, de quienes, ilegítimamente, además, se arrogan ser los únicos y auténticos emisarios del pueblo, y los únicos y auténticos intérpretes infalibles de su sacrosanta voluntad, sin ni siquiera ganar elecciones.

 

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