Monte de la Torre

Lágrimas gitanas

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(A todas las mujeres de mi raza o de cualquier otra que han visto sus ilusiones rotas en el acantilado de la intolerancia y la discriminación)
Soy una mujer de raza gitana que ahora, trascurridos los años, dada mi afición a escribir, estoy haciendo una novela que lleva el título de este relato y a este certamen mando una parte de la misma, un capítulo en el que narra mi amor imposible, el cariño que me negaron los que no saben de amores y solamente actúan por egoísmo sin respetar el que los sentimientos fluyan.

Siendo yo una chica de unos trece años, en nuestro deambular por los pueblos de España, en nuestro caminar errante por senderos y caminos polvorientos, en ese nomadismo al que nos veíamos forzados por las situaciones del momento, llegamos un día a las cercanías de un pueblo en la zona de Castilla que no nombro porque está siempre en mi corazón ese lugar. Nuestra caravana, aquellos carros y carretas, con la recua de borriquillos, se detuvo, acampó en las cercanías de la villa, ese pequeño núcleo urbano castellano. Era a entradas del otoño, ya caían las primeras hojas que siguiendo el impulso del viento también iban como nosotros, dando tumbos aquí y allá, pero, aún, en esos estertores del verano. había buenos y gratos días de sol.

Nos detuvimos en las proximidades de un bello río, un arroyo de agua cristalina que recorría aquella pradería inmediata a las casas así teníamos asegurado el suministro de ese líquido y podíamos pescar algún barbo o trucha además, en sus riberas había buenos cañaverales y mimbreras; ya os podéis imaginar el porque nos ubicarnos siempre cerca de esas plantas; es muy sencillo, consiste en la necesidad de tener asegurada la materia prima para hacer bellas piezas de artesanía ( cestos, canastos, sombreros, escobas…). Mis padres bien dominaban esas técnicas artesanales y yo, ya a mi edad, sabía, gracias a ellos, hacer un cesto u otro utensilio que luego en algún mercadillo intentábamos vender. Pasados unos días cuando habíamos decidido quedar allí una temporada. Una mañana el patriarca se dirigió a la escuela del pueblo para hablar con el maestro y pedirle que nos matriculara a los que estábamos en edad escolar, por entonces, década de los sesenta, hasta los catorce años podíamos recibir enseñanza obligatoria en la escuela pública.

Anteriormente ya había tenido la consiguiente entrevista con el alcalde de la localidad para pedir permiso para allí instalarnos y , antes de todo ello, nos visitaron, como era natural en aquellas fechas, la pareja de la Benemérita que pidió las guías de todo animal caballar que nos acompañaba en el grupo pues, ellos siempre piensan que alguno de nosotros, por ser de vida ambulante, somos amigos de lo ajeno, pero, cumplido ese deber, constataron que todos los caballos y burros tenían dueño entre los que formábamos parte de aquella comitiva. Bien, pues en su visita a la citada escuela rural, el patriarca fue muy bien acogido. El profesor , un hombre de gran vocación y profesionalidad, sin dudarlo, consciente de lo importante que es educar y más cuando alguien te lo pide, de momento dijo que estaba encantado en recibirnos a esos cuatro o cinco niños que nos hallábamos dentro de esos límites cronológicos para ser matriculados; es más era tan buena persona que le aseguró que no hacía falta material alguno, pues las pizarras, papel tintero y libros los ponía la escuela y estaba encantado que tuviéramos ilusión por aprender .
Hasta llegó a decirle a nuestro patriarca que una tarde vendría por nuestro itinerante poblado para conocernos; así lo hizo y, en más de una ocasión, departió con los mayores y hasta quiso hacer un cursillo acelerado para aprender a usar la palma, las cañas o las mimbres tejiendo alguna cosa. Él, según nos contó era gallego y había sido destinado desde hacía un par de años a aquella pequeña población castellana y añoraba mucho su tierra y si algún día veníamos por Galicia si llegábamos a Monforte preguntáramos por él sería un placer recibirnos.
Nuestra vida escolar, al principio, fue acogida con algo de recelo no por nuestros condiscípulos pues, los niños a nadie discriminan, esas muestras de mirada de desprecio las recibimos por las mamás de algunos que parecían no estar muy de acuerdo con que compartiéramos pupitre con sus hijos/as; pues en aquellas datas el decir que era uno gitano parece que era señal de estigma, confundían el no tener con el ser un paria social y parece que solamente tenían para nosotros reservado el lazareto de la discriminación. Es penoso que otros crean que, por tener la tez morena, el pelo negro y diamantino dejamos de tener un corazón que late como otro cualquiera y olvidan que tenemos los más grandes sentimientos. Muchos de los que nos criticaban seguro que deseaban gozar de nuestra vida en libertad, sin condicionamientos ni mochila de prejuicios sociales; tener por techo el cielo y por almohada la piel de la tierra, esa piel que nuestros pies la mayor de las veces descalzo ella guarece. El maestro nunca dijo nada, pero, en más de una ocasión, al marchar nosotros, al salir de clase, venía alguna de aquellas mamás a entrevistarse con él y en mis oídos quedó alguna dura palabra que lanzaba en contra de nuestra etnia, pero también, sin querer, oí como el educador sabía ponerse en su sitio y defendernos de quien deseaba hasta privarnos de nuestro derecho, el asistir a las clases.

Los condiscípulos eran maravillosos y encantadores y uno de ellos, Pedrín, me agradaba mucho, él también compartía ese sentir por mí. Nos gustaba estar juntos en el recreo, me orientaba y ayudaba en las cosas que no sabía. Me hacía mi estancia en aquella escuela unitaria muy feliz.

La relación de compañeros fue creciendo y empezamos a vernos fuera del cole. Venía por nuestro campamento, paseábamos, hablábamos y, día a día, me fui enamorando o, mejor dicho, nos enamoramos. A escondidas, tras el tronco de algún frondoso árbol, nos dimos furtivos besos y nos prometimos amor; nunca pensé que eso también era considerado por algunos adultos hurto y sería hasta condenado. El problema no eran nuestros corazones casi infantiles, lo que dificultaría nuestra relación no es que yo fuera nómada y él sedentario, el escollo serían sus padres, familia intransigente que no deseaba que su hijo tuviera una novia gitana. El progenitor era secretario del Ayuntamiento y la madre trabajaba en el Banco local y cuando se enteraron de que su hijo me veía lo encerraron en su casa y para salir tenía que hacerlo con engaños. Me decía Pedrín, así era el nombre de mi amor, que no querían que su sangre se mezclara con la de los gitanos. Cuando me contó esto me puse muy alterada pues, aquella señora verdaderamente era, una tirana, egoísta y una analfabeta cultural, pues parecía desconocer, o no quería reconocer, que la sangre española es, y a mucha honra, mezcla de razas y eso es grandioso que por las venas de una persona haya sangre intercultural. Mi familia por el contrario no puso peros y dijo que si mi corazón sentía verdadero amor por él que no pasaba nada pero a condición de que siempre fuera íntegra y pura hasta el matrimonio como es la mujer gitana; indudablemente que lo sería, en nuestra casta si algo honra a nuestras mujeres gitanas es ser fieles a su familia y a su gente , unas luchadoras que debajo de sus ropas, no solo va el malicioso tópico de unas tijeras, bajo esas prendas negras late un corazón consagrado a querer a los suyos, su marido , hijos y demás de la tribu. Y bajo su pañuelo, en esa cabeza un cerebro que piensa y lo hace en pro de los suyos y la humanidad. La Gitana entrega todo menos su virginidad a cualquiera, ese honor solo lo tiene el hombre que con ella se casa, el que a ella se une en santo matrimonio, en esa fiesta tan linda y maravillosa que toda mujer desea para entregarse en cuerpo y alma a cuidar a sus hijos, su esposo y trabajar para que no falte nada en su hogar, pero, eso sí, siempre con honradez podremos tener las manos manchadas de tierra, de trabajo pero nunca con el engaño; pues ese las manos falsas no son propias de la raza gitana. Nos llamaran engañadores los que quieren lavarse las suyas ensuciando las nuestras y culpando al que saben que al no tener recurso está expuesto a la mayor indigencia. Otras, como me enteré después, como la madre de Pedrín, presumiendo de ser “señoras”, no eran tanto pues, por el pueblo era de dominio público y a grito proclamado que le era infiel a su marido. Vaya, ahí no le importaba mezclar y hasta romper lo más bello y hermoso, los lazos de fidelidad a un esposo.

Los días pasaban, acabó aquel curso y yo, ya al siguiente cumplía catorce años y no vendría a la escuela y Pedrín tampoco. Mi familia y la tribu estaban contentos allí; les gustaba el sitio, pero a mí me iba inundando de tristeza, veía muy poco a mi chico y para colmo me dijo que en octubre lo mandaban interno a un colegio de otra provincia. Mis ojos se entristecían y mi madre se daba cuenta de ello y, un día me preguntó:
– “Hija, llevo tiempo viendo que pierdes tu alegría, que en nuestros saraos no cantas ni bailas, que estás triste. Tú que siempre fuiste una muchacha muy feliz y animabas a que los demás lo fueran. Tus ojos ya no brillan más que el mismo Sol ¿Quién, bonita, te ha nublado tu rostro, antes pletórico de dicha?”

Dándole un abrazo le dije:

– “Umá, umaita, estoy triste porque me he enamorao dun payo!!”
Ella, abrazándome más fuerte, me contestó:

– “Soraya, Sorayita mía, no llores, eso no es una desgracia, a mí me gustaría que te enamorarás de uno de nuestra raza, sería falsa si te lo niego, pero el corazón tuyo es libre para enamorarse de quien quiera. Lo que si debes estar segura es de que él te ama y respeta como mujer gitana y que no vaya a engañarte fingiendo un falso amor, que sea un hombre de bien y nosotros lo acogeremos con los brazos abiertos”.

Mis lágrimas corrían por el pañuelo y la falda negra de mi madre; también notaba que las suyas, embargadas por la emoción, se mezclaban con las mías conformando un río de tristeza.

Con cierta timidez y sonrojo le confesé:

“Mumaita, él me quiere mucho!”

Y mi adorada madre pregunta:

– “¿Entonces, ¿cuál es el problema?”

Y yo le respondo con más lágrimas:

– “Umá, es que sus padres no me quiereeeen!!!”

Hubo un gran silencio solamente las lágrimas seguían corriendo por nuestras mejillas.

Notaba como el corazón de mi madre se salía del pecho.

No había palabras ante tanto racismo discriminatorio, ante personas que no respetan el amor y levantan barreras tremendas cuando debieran facilitar la unión de los corazones.

Prefiero no contar el día que nos despedimos, esa data en que Pedrín marchaba al colegio interno. Lloramos hasta ahogarnos casi en nuestros suspiros y prometernos amor eterno. Sentí tanta tristeza que estaba deseando que nuestra gente dijera que marchaba, que me alejaba de donde quedaba para siempre mi amor enterrado. Llegó el verano y Pedrín no vino a verme, hubo de marchar al extranjero de vacaciones con sus padres y luego a campamentos, de nuevo al curso y yo, haciendo cestos llorando con el solo consuelo de la luz de las estrellas y la Luna que con su luz me decía:

– “Te lo han quitado, pero no sufras, ¡otro vendrá a tu corazón”!!

El río ya no era cantarín pues, cual si fuera tumba de agua se reposaba, callaba como pozo de amargura siendo consciente de que todo el ambiente era penoso.

Mis padres tragaban las palabras, pero sus ojos delataban todo, también estaban tristes viendo a su Soraya sumida en ese dolor que ellos no querían sacar a la luz. Sabían que me ahogaba en la pena que supone ver que por el color de tu piel te privan de ser feliz.

Alegría llevé cuando dijo el patriarca que ya era hora de marchar a otro sitio, que nos íbamos hacia Andalucía. Cuando se puso en marcha la comitiva desde mi carromato, levanté la cortinilla trasera y, hasta que no dejé de ver el pueblo mis ojos seguían mirando hacia él porque allí para siempre quedaba mi lindo amor que también estaba lejos preso, por culpa de sus padres, cautivo en otro lugar desconocido, en otro especial castillo donde querían que se olvidara de mí.

Guardé el pesar en mi corazón; pasaron los años, exteriormente fingía participar en fiestas, bailaba, cantaba pero en mi pecho habitaba el más hondo dolor. Me prometí no casarme con nadie pues yo estaba enamorada del hombre que otros me habían robado; ellos, esos padres sí que eran ladrones, no la gente de mi raza, que se ganaron esa fama porque algún día, por darle de comer a sus hijos que estaban con las barrigas hinchadas de aire, cogieran al descuidero una gallina del corral de algún rico que, teniendo de sobre, no daba una migaja a los pobres gitanos que aún, con hambre cantaban flamenco, bailaban y así hacían para no sentir rugir a sus tripas, ya que con la alegría de la unión del corro gitano, con sus palmas de dicha y el calor de la hoguera que asegura un social fuego, esa familia perdura hasta que la vida la consume, hasta después de muerta siempre en el corazón está viva, porque la raza gitana es solidaria y entregada. Muchas veces alguno de esos opulentos quiso abusar de su poder intentando ganar el placer de alguna gitana, porque somos atractivas y lindas, pero, golpeaban contra las rocas porque nosotras, las gitanas, seremos mendigas, pero nunca en la vida nos vendemos porque nuestra raza, las costumbres, la tradición y la honradez siempre brilla impoluta, aunque caminemos descalzos y vistamos con harapos.

Me hice mayor, mis padres murieron, siempre me dediqué a cuidarlos y ahora vivo en una chabola donde tenemos nuestro campamento en una barriada de un pueblo gaditano y, siendo buena conocedora del tarot tengo por el contorno fama de saber adivinar el futuro. Son muchos los que vienen y, dándome lo que a voluntad gusten, les leo esas cartas por eso me llaman los que me conocen “La Gitana que, sin tener amores, bien sabe de ellos “.

Un día, acababa de despedir a una chica que me vino a consultar sobre su vida sentimental y llegó un señor de mediana edad y me pidió cita para otro caballero. Le di hora y, sorprendida quedé cuando, llegado el momento. ante mí se presentó aquel señor de pelo cano y elegancia respetuosa, aquel que hacía muchos años bien quería. Mi corazón me dio un vuelco, lo conocí, aunque pasaran años, era Pedrín, a ese señor que le llamaban ahora D. Pedro. Él no me conoció, tiré las cartas, las cortó y allí salió aquel pasado y su presente. Estaba casado con una mujer muy rica, tenía hijos pero, a pesar de estar muy bien acomodado y tener un relevante puesto, le faltaba el amor, su corazón estaba en las manos de una gitanilla de la que se enamoró y por eso, por culpa de sus padres, que lo casaron por interés es actualmente un pobre infeliz y nunca dichoso será porque sigue amando a aquella mujer, la Soraya que en su día también le amó. Con mis ojos clavados en las cartas, para no levantar la vista y encontrarme con los suyos, le dije:

– “Señor, aquello ya quedó en el ayer, ahora, por sus hijos, mantenga esa relación, aunque con ello usted sepa que su corazón preso está. Aquella gitana también sufre, pero nunca se puede romper la unión familiar. Ambos por culpa de otros están condenados a la condena perpetua en que les condenó no el juez sino los padres de una de las partes que, obrando como los más crueles agentes detuvieron un amor infantil para que no llegara a hacer a dos seres felices acusándoles de que la mujer era gitana. Terrible es que se llegue a esos extremos, pero fue así”.

Le eché la buenaventura y le volví a aconsejar:

– “Hágalo, aunque la encontrara, ella nunca con usted se irá, usted se debe a los suyos, aquello es como un bonito sueño del que le despertaron sus racistas padres que le hicieron ser pedigüeño de amor de por vida”.

El hombre sin poder hablar, con un nudo en la garganta más grande que el de su corbata se levantó y sin mirarme, me dejó en la mesa un billete de aquellos de cien pesetas, billete que nunca gastaré, aunque me muera de hambre y lo guardo como un recuerdo pues, estuvo en las manos aquella que, en la adolescencia me abrazaron y hoy puede que se van cerradas porque también conocieron a la que con ellos fue su amor.

Marchó, subió al coche que le esperaba en la puerta y cuando cerré la puerta, aún su sombra la veía tras el traslucido espejo; me derribé llorando las lágrimas gitanas que son llanto del mismo corazón y me prometí nunca más echar las cartas a nadie porque mi destino no era mío, estaba condenado al nomadismo y lo tenía partido por amor. Todo el que me pedía consulta le dije que ya no podía, que había perdido esa capacidad, que no era incapaz de leer ni la bola, ni las cartas, que mis gracias y dotes habían desaparecido, que se los llevó el que tiene parte de mi corazón.

A partir de entonces quemé la baraja del tarot, rompí la bola y me dediqué a escribir esta novela que pienso acabar antes de que me llame la Parca, es una novela que trata de ensalzar lo que no debe estar callado, los méritos, valores y cualidades que tenemos las mujeres gitanas, las que siempre tantas lágrimas hemos dejado salir de nuestros ojos, por eso le llamo “Lágrimas Gitanas”.

Algún día la remataré y espero que una editorial quiera enjugar, con su publicación, este llanto que no es de debilidad y si de fortaleza, lucha por reivindicar la social igualdad que tenemos la mujer sea de la raza que sea.

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