El Papa ha salido a imprimir un poco de sentido común con respecto a las vacunas. La historia de la Iglesia ha sido siempre la de poner zancadillas a la ciencia, pero hemos llegado a un siglo en el que más allá de las creencias individuales se apela a la ética colectiva a la que nos debemos como seres humanos.
Después de casi un año soñando con las vacunas como algo inalcanzable por ahora, en vez de valorar el inmenso trabajo de los científicos en muchos rincones del Planeta, la inversión tremenda de muchos gobiernos e incluso, el ingente trabajo de muchísimos voluntarios, la moda, ahora, es poner en cuestión la efectividad de las vacunas. Que si no son seguras al cien por cien. Pues claro, tampoco lo es la vida, y tiene efectos secundarios y terciarios. La actitud me recuerda a esos expertos que se dedican a observar las obras que se hacen en todas las ciudades, apoyados en las vallas, discutiendo y valorando el trabajo de los que están en el tajo.
Todos ellos tienen unas teorías magníficas de cómo hacer esas obras, de cómo sujetar las palas o de cómo levantar una pared de ladrillos. No hacen nada, pero critican todo lo que se hace porque ellos son más listos que nadie.
La vacuna, en el peor de los casos, no va a matar a más gente de la que ya ha matado el “bicho” y que promete seguir matando. Yo creo que quienes discuten la vacunación contra el coronavirus vienen a coincidir con ese tipo de gente que no se ha privado de nada durante todos estos meses y por eso tienen tanta fuerza en poner todo este trabajo en solfa. Tienen fuerza hasta para irse a Sierra Nevada a la nieve que parece que, hoy por hoy, es lo fundamental porque es lo único que no tiene horario.
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